viernes, 28 de octubre de 2011

¿Qué significa FRACTAL?

Me lo explicó (e ilustró) Lucía Plaza, poeta y premio Barcarola de relato 2010,  en su dedicatoria.

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Homenaje al poeta Ramón Bello Bañón

Se ha celebrado está tarde en la sala de plenos del viejo ayuntamiento un homenaje al poeta Ramón Bello Bañón, maestro de generaciones y vivo patriarca de las letras de esta ciudad. En el prólogo a su poemario Los Caminos del Día dice Antonio Martínez Sarrión:

"A este respecto remito a su texto Ámbar [...] que yo siempre incluiría en las más exigentes de las muestras de poesía amorosa en todos los tiempos y lenguas."

Me honra incluirlo en este blog.

ÁMBAR

Por mis jardines, por las desarboladas
rutas de mis tardes perdidas,
paseo con el ámbar de tus ojos amantes.

Vengo de amaneceres donde está tu sonrisa,
del sol tibio y naciente de tus besos de seda,
la corola entreabierta de tu mano de suaves
dedos que escriben sobre la piel caricias.

Y cruzando las pérgolas,
y los puentes del día,
y subiendo a la cumbre donde están los recuerdos,
busco el ámbar de tus ojos amantes,
de tus ojos amados, de tus ojos intactos,
de tus ojos que cierran
con la noche las luces de mi vida diaria.

Los Caminos del  Día. Poemario. (1996)
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jueves, 27 de octubre de 2011

Fractal 1.1

Fuenteálamo se convierte en capital de la poesía. Estará en llamas durante todo este fin de semana porque allí se traslada la troupe de poetas, músicos, pintores, cineastas, editores y demás gente de mal vivir que fractalizará la ciudad a cambio de unos buenos gazpachos, un buen arroz caldoso y, eso sí, todo el amor que nuestro asumido narcisismo necesita.

jueves, 20 de octubre de 2011

La Memoria fragmentada

El hielo derretido en su cubo de zinc
    (Fragmento de memoria 1)

             
       El hielo se derretía lentamente en su cubo de zinc mientras yo miraba absorto cómo el herrero, sujetando entre sus piernas la pata de la caballería, descargaba certeros martillazos sobre la herradura previamente adaptada a la pezuña. Mi madre sabía, por el hielo que quedaba en el cubo, si ese día el herrero había tenido trabajo o no y si había sido cuando iba o cuando volvía de la fábrica de hielo, sifones y gaseosas a la que invariablemente, cada mañana de verano, me encaminaba, a eso de las diez, para proveer la nevera.

       La nevera de serpentín había sustituido a la fresquera y, antes que conservar los alimentos, proporcionaba, a través de un pequeño grifo exterior, un agua fresquísima, tan en su punto que tal vez no la haya vuelto a probar igual desde que, unos años después, un moderno frigorífico ocupó el hueco de la nevera y me liberó para siempre de mi cotidiano paseo a la fábrica de hielo, cubo de zinc en la mano, pero que también para siempre archivó en el recuerdo la escena de la herrería, que no mucho después hubo de cerrar sus puertas por falta de caballares clientes.

       En casa se madrugaba más en verano que en invierno, tal vez porque aún dependíamos algo del ritmo solar, tal vez por el mero placer de sentir en toda su amplitud el frescor de las mañanas de estío, que algunos días ampliábamos casi epicúreamente yendo a almorzar al parque, sobre las nueve de la mañana, cuando a la amabilidad de la temperatura se añadía la procedente de las mangas de riego, que, por esas horas, manejaban con destreza los jardineros.  Solía ponernos mi madre un pequeño bocadillo que, sentados en alguno de los bancos de piedra, comíamos apenas llegados para que hubieran espacio las tres horas de digestión que D. Elías , médico de cabecera de casa, recomendaba si queríamos, hacia el mediodía, tomar el baño en la piscina sindical de "Educación y Descanso", única a la sazón existente en Albacete.


       Entre el almuerzo campestre y el sindical baño se realizaban tareas tan diversas como rutinarias, entre las que se incluía, por supuesto, el acarreo de hielo, y que se englobaban bajo la común denominación de "hacer los recados". Obviamente, comprar el pan era uno de ellos; se hacía en un pequeño quiosco instalado en un portal de la calle ancha donde Carmen, cuando me veía entrar y sin que yo dijera nada, me proporcionaba la consabida cotidiana ración: un rollo, una barra de pan sobado y otra de Viena.  No obstante, de todos los recados, el que más me gustaba era el de la droguería.  Y por varias razones, la primera de las cuales estribaba en que el droguero tenía una hija, tal vez de veintialgún años por aquel entonces, cuya exuberancia alegraba no sólo mi hastío preadolescente sino también algún que otro ardor juvenil que no tardó en resolverse en boda con un buen mozo del comercio local. Pero no sólo era la despampanante presencia de la hija del droguero la que hacía especialmente agradable el higiénico recado sino también la variedad de productos que mi madre me encargaba: escamas de jabón para lavar la ropa, arena para fregar los cubiertos, lejía a granel, esencia de trementina para los muebles, alcohol de quemar para caldear el cuarto de baño, petróleo para el hornillo de la cocina, estropajos de esparto... Lo que más me molestaba de los recados era la cesta que había que llevar para el transporte de las mercancías y a causa de la cual mi hermano el mayor, que ya llevaba pantalón largo, no quería hacerlos por si lo veían los amigos; mi padre apoyaba el derecho a la dignidad del primogénito y, por su parte, mi hermano pequeño era demasiado pequeño para tales menesteres. Como mis padres no tenían descendencia femenina, cosa bastante necesaria por aquel entonces para las marmotiles tareas, el mediano, ‑es decir, yo, que nunca fui pequeño ni mayor-, se convirtió durante años en el recadero mayor de la casa por lo que también solía acompañar a mi madre a la plaza, esto es, a realizar la compra diaria en el mercado central, que por constituir uno de los cerramientos de la Plaza Mayor, había trocado el nombre que a su función correspondía por el de su ubicación.

‑ ¡Luis! ¿Te vienes conmigo a la plaza?

‑ Sí, madre.

       No había aún bolsas de plástico ni carritos de la compra y las mujeres acudían al mercado provistas de un gran bolsón en cuyo interior se albergaban otros recipientes más pequeños, más flexibles y más específicos, como la malla para la fruta o el talego para la harina. La vuelta, calle Mayor arriba, podía ser penosa a causa de la carga y culminaba, en nuestro caso, con la ascensión al tercer piso en el que vivíamos, el del número cuatro del Pasaje de Lodares, cuyo ascensor estuvo averiado diecisiete años al no estar contemplada su utilización en los contratos de arrendamiento por lo que el propietario no estaba obligado a su reparación. Llegados a la plaza, el itinerario era fijo: entrábamos por la puerta lateral que daba a la entonces Calle de Serna y López, ‑antes y ahora Carnicerías‑. El primer puesto a la derecha era el de Diego, el carnicero; el primero a la izquierda el de Lucía, la de los pollos, por lo que, si no había mucha aglomeración, solían ser objeto de la primera visita. En caso contrario, se podía hacer el encargo para recogerlo tras el paso por otros puestos menos concurridos. El centro de la nave lo ocupaban otros carniceros, charcuteros y polleros, así como el frente y el lateral derecho pero el lateral izquierdo estaba reservado a los pescateros, el último de los cuales, Paco, era el nuestro. Muy próximo al puesto de Paco estaba todo el mecanismo que hacía funcionar las cámaras frigoríficas, mecanismo que, frecuentemente averiado, despedía un insoportable olor a amoniaco. A continuación de este puesto aparecía la escalera que llevaba al piso de la fruta y la verdura. Carnes, pescados, amoniaco... y ahora la fruta. El cambio de olores era tan imperceptible que finalmente sólo olía a mercado. Un olor también perdido, junto con el olfato, para siempre, pero que, no sé cómo, parece querer volver de vez en cuando al abrir un frigorífico, al comprar en un supermercado o al preparar cualquier domingo los ingredientes para resucitar el irrepetible pollo en pepitoria con el que mi madre hacía los días feriados aún más solemnes y deleitosos. La luminosidad del piso dedicado a frutas y verduras contrastaba con la oscuridad del inferior pues a través de una claraboya que cerraba el armazón de hierro se tamizaba la luz, dejando caer suavemente sobre los puestos una claridad que hacía aún más viva la multiplicidad de colores que inundaba la nave. El puesto de Miguel era de los centrales y en el se exhibían, ya fuera en el mostrador, ya en cajas debidamente colocadas en el suelo con la inclinación adecuada, los productos propios de cada época, que hacían cambiar el tono de la exposición desde los verdes y ocres del invierno hasta la explosión multicolor del verano. Miguel atendía con cordialidad a sus clientes y era ayudado en el negocio por sus hijos, de diversas edades, el mayor de los cuales era el encargado de llevar a domicilio, primero en un viejo triciclo y después en una Guzzi con cajón adaptado en el transportín, aquellas compras que excedían por su peso o por su volumen la posibilidad de transporte manual. Algo que siempre me llamaba la atención del mercado era que, habiendo ascendido la escalera para llegar a los puestos de fruta, se pudiera salir a la calle a pie llano desde el portón que había frente al puesto de Miguel; no así si se hacía por la entrada principal,

que obligaba a descender la escalinata correspondiente. Y era que el mercado se encontraba en las primeras estribaciones del Alto de la Villa por lo que la planta baja sólo lo era por la Calle Carnicerías mientras que se convertía en sótano por la de La Luna, teniendo su punto intermedio en la escalinata principal que ascendía desde la Calle de La Estrella. La salida por la Calle de La Luna conducía, si uno quería ganar la cuesta de la Estrella, al chaflán en el que se situaban las verduleras que, carentes de puesto, exhibían su género en grandes cestos de mimbre o en seras y serones de esparto. Tenían aquellas mujeres fama horrible de pendencieras y malhabladas y cuando oía la expresión "reñir como verduleras" no sabía yo si el dicho se refería a aquellas mujeres individuadas del chaflán del mercado o, de forma genérica, al gremio entero. La cuesta de la Calle de La Estrella presentaba todo el aspecto de un zoco con sus puestos de madera entoldados y sus ocupantes gritando a los cuatro vientos la bondad de sus productos. Según se descendía quedaba a la derecha la fachada principal del mercado que alojaba, en el chaflán opuesto al de las verduleras, la torre del reloj. A la izquierda se alineaban las viviendas que habían acogido a familias patricias de la ciudad antes de que, a principios de siglo, el centro se desplazara hacia el Val General. Bajando por la cuesta se hacían las últimas compras y, con suerte, justo debajo del reloj, se tomaba un agua de cebada cuyo sabor es ya puro recuerdo como lo es la misma fabricación de la salutífera bebida. En la plaza misma, en el cerrado que los puestos de madera formaban, ofrecía Emilio sus sandías y sus melones, expuestos en el suelo sobre lonas y bajo una carpa que proporcionaba sombra tanto al producto como a vendedor y compradores. Cargados, como queda dicho, calle mayor adelante, emprendíamos madre e hijo el regreso a casa entre un gentío que iba y venía, entraba y salía de los comercios, se arremolinaba en torno a los charlatanes que frecuentaban la vía y pregonaban sus gangas con fluidez verbal que para sí quisieran algunos bachilleres.


       Era mi madre mujer joven que, por haberse criado en la casa de mis abuelos, mis bisabuelos y aun mis tatarabuelos, en la cuesta de la Estrella, se movía con seguridad por estos escenarios en los que los más mayores le seguían llamando Patrito como si aún fuera la niña que habían visto nacer mediados los años veinte. Y es que, esencialmente, la ciudad y sus gentes seguían siendo los mismos en los años cincuenta por lo que, los que entonces nacimos, nos fuimos transformando a la vez que la ciudad lo hacía y fuimos tal vez los últimos que llegamos a tiempo de conocer el antes y el después de un Albacete que fue desapareciendo como el hielo en su cubo de zinc.


(Leído en el Museo Municipal el Día del Libro de 1997) 

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martes, 18 de octubre de 2011

Siempre Italia

Sé que me han visto en Italia. Mi agradecimiento a los dos y el recuerdo del Ponte Vecchio de Florencia. Dice Lucía: "O mio babbino caro"

domingo, 16 de octubre de 2011

Mi libro de arena


Yo tengo un libro de arena. Me explicaré: no es exactamente como aquél con el que Borges nos inquietara allá por 1975, -yo ya  tenía el mío cuando Alianza – Emecé publicó en España el del argentino-, ni se trata tampoco de ninguna edición rara ni lujosa ni de misterioso origen aunque no es menos cierto, y ello puede ser significativo, que hablamos de “Las Mil y Una Noches” que editó la mexicana editorial Porrúa en 1970 con selección y prólogo de Teresa E. Rohde y traducción de Vicente Blasco Ibáñez y que yo adquirí en 1971, con el sello del importador número 77, perteneciente a H. F. Martínez de Murguía, en la Librería Universal de D. Juan Puchades Montón, sita en la calle Artes Gráficas, 8, de Valencia. Su precio fue de 125 pesetas, esto es de 75 céntimos de la actual moneda europea. Se trata de un volumen de 21’5 cm por 13’5 cm, encuadernado en rústica, muy sobriamente impreso a dos columnas en sus ¿375? páginas, número 1466 de una edición de 5000 ejemplares y 136 de la colección “Sepan cuantos…”
Es indudable que al ver el número 375 entre signos de interrogación ya habrán adivinado, al menos los lectores familiarizados con Jorge Luis Borges, por qué he empezado este relato diciendo “yo tengo un libro de arena” aunque añadiré ahora que no se trata de un buen comienzo pues es clara la analogía entre las páginas infinitas del libro borgiano y la infinitud de los bíblicos granos de arena pero mi libro no tiene infinitas páginas sino un número cambiante de ellas; de hecho ahora mismo, cuando he ido a comprobar el guarismo “375”, el libro sólo tenía 312 páginas: ha desaparecido completamente la historia de Aladino. Si tenemos en cuenta que otro de los cuentos que con más frecuencia desaparece es el de Alí Babá, podríamos pensar que hay en el volumen una voluntad de volver a su forma primigenia, si es que alguna vez la tuvo, pues sabido es que fue Antoine Gallan, su primer europeo, el que en su versión expurgada de 1704 incorporó estas narraciones ajenas al corpus original, si es que alguna vez existió algo así. Pero no es tan fácil pues tanto Aladino como Alí Babá reaparecen cuando quieren unidos a otros cuentos que en principio no había seleccionado Teresa E. Rohde. Así fue, por ejemplo, como pude leer la “Historia del ciego que se hacía abofetear en el puente”, que de esta manera se castigaba por su avaricia, que lo había llevado a la mendicidad, o la de “La princesa Suleika” con el políglota visir del rey de Damasco que había aprendido el habla de los persas, de los kurdos, de los griegos, de los tártaros, de los indios y de los chinos, como se relata en la noche octingentésima septuagésima séptima.
A pesar del desconcierto que el inestable libro produce no he dejado de considerar, dado que nunca se ha desdoblado en varios volúmenes, aunque el volumen único haya llegado a tener 1648 páginas, la comodidad que supone el poder leer en él la entera obra, sin tener que acudir a los seis volúmenes de Blasco Ibáñez, dos de considerable grosor en Cátedra,  y menos a los dieciséis en inglés del celebrado capitán Burton, siempre y cuando, eso sí, estemos dispuestos a leer determinadas historias no cuando nosotros queramos sino cuando el libro decida hacerlas aparecer o, también, a renunciar a la lectura de otras que no encontraremos puntualmente cuando queramos. Esto hace que lleve años, por ejemplo, sin poder releer “El diván de los fáciles donaires y de la alegre sabiduría”, que con todas sus noches desapareció una de 1987 sin que por el momento haya vuelto a aparecer.
A veces he intuido que esas páginas que se extravían, reaparecen súbitamente en otros ejemplares de similares características y que tal vez cuando yo no puedo leer “Las babuchas inservibles” es porque han aparecido en el volumen de un lector uruguayo o que cuando yo leo la “Historia del hermoso príncipe Diadema” se la acabo de hurtar acaso a un hispanista de Milwaukee en Wisconsin.
Sea como fuere no tengo la más mínima intención de deshacerme del inestable volumen pues la inquietud que produce es a veces casi placentera. Le tengo reservado, eso sí, en mi biblioteca un hueco especialmente para él habilitado pues observé que cuando crecía aplastaba de manera inaceptable a sus compañeros de anaquel: “Los Evangelios apócrifos” a su izquierda y el “Tao Te Ching” a su derecha. Pensé malvadamente en un determinado momento situarlo justamente en medio de los poemas completos de Guerrín y los artículos de prensa de Gómez Arteda por ver si cuando creciera, la presión ejercida sobre dichos volúmenes actuaba a manera de mágico vudú sobre sus autores mermando de algún modo su intolerable producción pero pensé también que, por el mismo proceso, bien podría ser que cuando encogiera proporcionara un alivio tal que el efecto producido fuera el contrario con sus desagradables consecuencias para el bienestar público. Decidí por tanto acomodarlo en un espacioso hueco en el que casi a simple vista puedo ver si tengo nuevos cuentos o, por el contrario, algunos me han sido enajenados. Así lo conservo, no perdido en una vasta biblioteca sino siempre bien hallado en los estantes de mi modesta librería.
A pesar del relato que acabo de hacerles, no suelo pensar demasiado en el extraño fenómeno: las cosas pasan y ya está, y si en el suceso tienen algo que ver las “noches árabes” mayor es el motivo para no darle importancia y menos, buscarle explicación. Sólo una me ha venido a veces a la imaginación: dice la leyenda que el que lee por completo “Alf layla wa layla” se vuelve loco. Yo creo sinceramente que el que se ha vuelto loco es mi libro de arena.
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viernes, 14 de octubre de 2011

Caesari quae sunt Caesaris et quae sunt Dei Deo

Todas las fotografías del Festival de Poesía Fractal, excepto aquellas en las que aparece, fueron tomadas por Nani García de León, que las ha cedido amablemente para su publicación en este blog.

Gracias, Nani.

jueves, 13 de octubre de 2011

Il Cimetero di Venezia

Il Cimetero di Venezia sull’isola di San Michele
(Venecia – Murano)
(13/02/1997)



Isla apenas intuida entre la bruma,
por terrenal, contradictorio Hades,
de extraña y letal confusión me invades
al avistarte entre la estigia espuma.

De cuerpo y alma todavía suma,
rompen en tu cantil mis vanidades,
olas huecas como huecas edades
del tiempo traidor que al pasar me abruma.

Mas no para el sobornado Caronte
y al prolongar su viaje hasta Murano
hace que mi corazón se remonte,

ganando de nuevo su aliento humano,
perdida tu sombra en el horizonte,
hincado ya el pie en suelo ya profano.

(Carpe Diem, núm. 5, mayo 1997)
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Soneto III (L'amour, toujours l'amour)

                      

Decir amor sería decir nada
cuando transparencia, cristal apenas,
todo lo iluminas, todo lo llenas,
al emerger la luz de tu mirada,

cuando con tu gesto, sonrisa amada,
rompes en mil pedazos las cadenas
que me atan a la tierra y me condenas
a flotar entre tu cielo y la nada.

Habré de hallar la palabra escondida
que ponga nombre a tanta desmesura,
que te diga de forma exacta y clara

cómo surco un océano de ternura
cómo lleno mi vida con tu vida,
inútil si tu voz no la llamara.

                                               (Inédito)
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miércoles, 12 de octubre de 2011

Algunos poetas de Fractal de la A a la... S





Antonio Aguilar



Héctor Castilla



Vicente Cervera



Alberto Chesa

Andrés García Cerdán

José Gutiérrez Román

Rubén Martín

Tino Molina

Cristina Morano

David Sarrión


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Andrés García Cerdán sigue la lectura de su poema Amy.

AMY

Lick your lips as I soak my feet
-Amy Winehouse-

Despertadme a las siete, por favor. Dejaré
que mi cuerpo se pierda una vez más
por las calles de un sueño que me llama
desde hace tiempo  –voy desnuda y descalza
por el centro herido de una avenida,
es de noche, los taxis se detienen
en esquinas llenas de posters  y contenedores de basura,
un gran árbol de flores blancas me da cobijo
bajo su sombra, dentro de su luz.

Es blanco nuclear
el rincón que mi cuerpo busca ahora,
cuando agonizo,
en el momento de perder las riendas
por el fuego y el éxtasis de Londres.
Mi cuerpo quiere el frágil desencanto
del edificio que está siempre a punto de derrumbarse.
Mi boca prefiere el oscuro lenguaje de los márgenes,
la profundidad de la voz del viento
en este infierno
donde, al menos, la radio está siempre encendida
y siempre suena a soul y a blues.

Dejadme dormir
un poco. Despertadme cuando el ruido
de la apisonadora haya acabado,
cuando hayan acabado este horrible estornudo de realidad
y este miserable puritanismo histérico
que convierte los huesos de los hombres
en papel de periódico
con que se envuelve el pescado podrido.
Despertadme cuando el presentador
de las miserias de este mundo haya reventado.
Con todas mis fuerzas deseo
que les exploten en la boca todos
sus putos reality shows
a esas sanguijuelas hijas de puta,
que han olvidado el lenguaje
y que han olvidado la verdadera cara de los ángeles.

Dejadme dormir. Solo un rato
dormir. Quiero lamerme los labios, ver en sueños
un mar de whisky de verdad,
entender hasta dónde,
hasta dónde se puede caminar en la tierra,
hasta dónde puedo pisar sin hundirme en el fango,
hasta dónde, sin que mis pies de estrellas
se claven en la mierda de los otros.

Esto es algo que se aprende:
el paraíso solo puede ser artificial.
En esa lejanía artificial
encontré las últimas ropas pulcras
y los únicos ojos transparentes del mundo.
Nada hay -nada hubo-  bajo el cielo
digno de la pena absoluta
de ver bufar a los incrédulos.
a los tristes de corazón, a los estúpidos.

Y dejadme deciros
bajo este gran árbol de flores blancas,
que os están enterrando vivos
y que, si alguna vez os preguntaran qué significa vivir,
os mirariáis unos a otros, atónitos y ridículos,
levemente idiotas,
y que no haríais nada: tan solo dejar de miraros,
devolver vuestros ojos a la televisión,
asistir como cerdos al momento
en que el mismo presentador hijo de perra,
en muy breves instantes,
estará hablando con desprecio, sin lenguaje,
de mis canciones, que nunca oirá,
y de mi muerte.

(Fractal. Antología Poética)

Soneto XII. (Para Javier Lorenzo Candel e Isabel Molina Monteagudo)

                                                Fiero devorador de horas menores,
                                                mueble terco de ociosidad dudosa,
                                                el amor te ha enaltecido en la umbrosa
                                                noche aquella voraz de resplandores.

                                                Afiebrado de súbitos clamores,
                                                lienzo fuiste prestado en ardorosa
                                                querella, guerra de labios ansiosa,
                                                tálamo dulce para mis amores.

                                                Habré de cambiar tu nombre ordinario
 por otro más alto que te releve
 de tu antiguo trabajo originario;

 de altísimo placer fuiste emisario
 y ya no te conviene el signo breve,
                                                sofá, con que te nombra el diccionario.


                                                                                              (Inédito)
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martes, 11 de octubre de 2011

Elegía a Amy Winehouse


En el concierto de Amy en Rock in Río. Madrid. 2008
Delante de la casa de Amy en Camden Squaere, 30. Londres. 2011
Luis Morales lee el poema Amy, de Andrés García Cerdán, con especial énfasis dada su devoción por la malograda cantante británica.

Gruppo di artisti in un interno


Alberto Chessa, Rubén Martín, Pepe Enguidanos, Andrés García Cerdán, Karmina Ramírez, Cristina Morano y Héctor Castilla. De espaldas Vicente Cervera.

Dos premios Adonáis en Fractal


Rubén Martín, premio Adonáis 2009 por "El minuto interior" y José Gutiérrez Román, premio Adonáis 2010 por "Los pies del horizonte" también estuvieron en el SHangri-Lá.

Nani García de León lee poemas de Carolina Gómez Molina

Nuestra doctora en literatura lee en el Shangri-Lá bajo la atenta mirada de Vicente Cervera, Héctor Castillo, Karmina Ramírez y Pepe Enguidanos. Antonio Aguilar y Tino Molina no están tan atentos.

lunes, 10 de octubre de 2011

Festival Poético Fractal

El Festival Poético Fractal ha incendiado de poesía la ciudad de Albacete durante los días 5, 6, 7 y 8 de octubre. El grupo poético Fractal, -Andrés García Cerdán, Rubén Martín, Lucía Plaza, David Sarrión y Miguel Matías Clemente-, han reunido durante estos días a los más importantes poetas del panorama nacional. Videopoemas, fotopoemas, musipoemas y simplemente poemas han podido ser vistos y escuchados durante estos cuatro días en las diferentes sedes del festival con una asistencia y participación inusitada en este tipo de actos.
La antología poética publicada para la ocasión es un hito de la joven poesía española y está posiblemente llamada a ser un hito de la literatura española contemporánea. Andrés García Cerdán, alma del proyecto, ha demostrado no sólo ser un gran poeta sino también un gran organizador y tener una rara capacidad de convocatoria. Felicidades y gracias por vuestra poesía.

El Soneto

Creía yo entonces que aquellos sonetos eran los mejores de la literatura española.... Y lo eran. Lo que no sabía era que, con el tiempo, quedarían superados por otros que yo mismo escribiría  y que aún, al acercarse el final de mi tiempo, daría con el Soneto, esto es, con el Cosmos único y perfecto, resumen y globalidad de cuanto es, ha sido y será mientras la estructura métrica del Universo permanezca.

Debió de influir, de manera inconsciente al menos, mi antigua formación filosófica. No hay que olvidar que durante años el lema de mis clases de Lingüística había sido el extraído del Tractatus Lógico Philosophicus de Ludwig Wittgenstein: Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt[1]. Yo pensaba que, en efecto, la conducta lingüística de los individuos patentizaba su particular universo y que si del conocimiento del mismo se deducía un orbe lingüístico que lo repetía, también sería posible el proceso inverso, es decir, llegar a descubrir  heurísticamente la fórmula resumen del Cosmos que contuviera, en sí misma, su total conocimiento.

Yo he descubierto tal fórmula y, por ello, ha llegado el fin de mis días. Nadie que ya lo conozca Todo tiene la más mínima excusa para seguir viviendo; al menos con dignidad. Yo conozco el Soneto. Es decir, conozco epifánicamente la desmesura del Cosmos. Su simple revelación supondría el fin de la Humanidad. Ahora sé también que no he sido el único en descubrirlo y que otros lo descubrirán. Suceda, pues, mi silencio al de aquellos que me precedieron y preceda, entre tanto, al de aquellos que me sucederán.


[1]              Los límites de mi lenguaje denotan los límites de mi mundo.
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domingo, 9 de octubre de 2011

Fatalidad

Fatalista como era, pensó al ver a su exmujer y a su hija a través del videoportero que alguien allegado a ambas partes había muerto y venían a darle la noticia. Por eso no le extrañó que tras pulsar el timbre utilizaran la llave que ellas tenían  sin esperar a que él abriera. Lo que sí le resulto raro fue que al llegar al apartamento y volver a utilizar su llave no le dijeran nada, como si su presencia no fuera advertida, y se encaminaran decididamente al dormitorio. Las siguió y en el dintel de la alcoba, por encima de sus hombros, miró hacia la cama y comprendió que, en efecto, alguien allegado había muerto.
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Antes de dormir (Motu perpetuo)



Era parecido a lo que mucha gente hacía, sólo que él, en vez de leer unas líneas antes de dormir, las escribía. En esta ocasión la sensación de sueño le había sobrevenido mientras tomaba una taza de té en el velador, curiosa paradoja, de una céntrica cafetería. Cuando esa sensación se producía, adicto al olor de la tinta como era, no podía hacer otra cosa que llevarse la mano al corazón, esto es, al bolsillo izquierdo de su camisa y, sin forzar el clip, extraer la pluma, con la tinta a la temperatura del cuerpo humano, de la sangre misma. Cuando el camarero lo veía acercarse a la barra ya sabía, pues la escena era por temporadas repetitiva, que había de proporcionarle uno de esos blocs pequeños, gruesos y de blancas hojas que tanto le gustaban. Volvía a su rincón y sintiendo una fruición que sólo los adictos a la tinta conocen, desenroscaba lentamente el capuchón de la estilográfica y se entregaba al placer oculto y solitario de la escritura por la escritura. Aquella noche escribió: "Era parecido a lo que mucha gente hacía, sólo que él, en vez de leer unas líneas antes de dormir, las escribía...."
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Lipstick


No le dolió que se marchara; en el fondo él tampoco la quería. Intentó vivir como si nada hubiera pasado pero pronto comprobó que no podía, que un desasosiego insufrible se iba apoderando de él según pasaban los días. No podía vivir sin el sabor de su lápiz de labios. Afortunadamente recordaba la marca. Entró en la perfumería, compró aquella maldita barra, se pintó y la olvidó para siempre.
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