miércoles, 28 de marzo de 2012

Soneto X

                                              del amor y de la muerte

arco milagroso puro deseo
herido por mil vasos cristalinos
clara explosión de luz circunvalada
como música en tenue contrapunto

es breve el anticipo de la muerte
acaso del olvido y del recuerdo
y todos los humores derramados
con su ciego y lastimoso gemido

arte puro la escena y luego el sueño
y la causa de mil verbos perfectos
silencio sin embargo de humo y fuego

instante de la nada casi mudo
cristal turbio de alada y rara sima
en un suicidio apenas meditado

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martes, 27 de marzo de 2012

Soneto IX

de la muerte

instante de la nada casi mudo
es breve el anticipo de la muerte
arte puro la escena y luego el sueño
silencio sin embargo de humo y fuego

y todos los humores derramados
como música en tenue contrapunto
cristal turbio de alada y rara sima
arco milagroso puro deseo

clara explosión de luz circunvalada
con su ciego y lastimoso gemido
herido por mil vasos cristalinos

y la causa de mil verbos perfectos
acaso del olvido y del recuerdo
en un suicidio apenas meditado 
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lunes, 26 de marzo de 2012

Soneto VIII

del amor

clara explosión de luz circunvalada
arco milagroso puro deseo
herido por mil vasos cristalinos
cristal turbio de alada y rara sima

arte puro la escena y luego el sueño
es breve el anticipo de la muerte
acaso del olvido y del recuerdo
silencio sin embargo de humo y fuego

y todos los humores derramados
y la causa de mil verbos perfectos
con su  ciego y lastimoso gemido

instante de la nada casi mudo
como música en tenue contrapunto
en un suicidio apenas meditado


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domingo, 18 de marzo de 2012

Melancholia. Lars von Trier.

Bellísimas imágenes las del prólogo de Melancholia de Lars von Trier, realzadas con el genial preludio de Tristán e Isolda de Wagner. Pura poesía. Belleza en estado puro. Modelo para videocreadores. Goce para todos.

viernes, 9 de marzo de 2012

Alcandora, Fractal, La Confitería, Karmina, David Moya...


Llanos Morales Isach

Al fondo, Pedro Gascón

Emilio, Pepe Enguidanos, Andrés, Luis Lozano Garay.

Fotografía, Pintura, Poesía, Escultura

Antonio Rodríguez, premio Arcipreste de Hita, lee "Carmina"

Antonio Rodríguez, premio Arcipreste de Hita, lee Carmina

El Cuaderno


            Motivos secretísimos le habían llevado a extraviar aquel volumen entre los anaqueles de su biblioteca.  Se trataba de un cuaderno en octavo, bien encuadernado, cartoné revestido por una lámina de corcho, negros el lomo y las cantoneras, de unas doscientas páginas del color del marfil. Había ido escribiendo en él, con tinta sepia, una miscelánea que incluía desde traducciones más o menos peregrinas, -un fragmento de Bearn, versos de Catulo preludiados por otros de Orff, canciones de Tristan  Klingsor para el Sherezade de Ravel-, hasta reflexiones personales de claro signo sartreano, además de poemas y relatos propios urdidos bajo diversas influencias.  Pero, no mediado el cuaderno, debió de escribir algo que desató, no se sabe cómo ni por qué, una oleada de sinsabores pequeños pero de contumacia agotadora, intrascendentes pero de incomodidad insoportable. Cada línea escrita le interrogaba inquisitivamente, cada verso de amor le delataba, especialmente aquel soneto cuyo último terceto, -“mi cansada acritud ya no merece / que tú me ofrezcas un sorbo de vida / cuando un sorbo de muerte se me ofrece”-, lo había hecho definitivamente prisionero de sus palabras. Fue entonces cuando hubo de recordar necesariamente el Libro de Arena del sabio bonaerense y tras un infructuoso intento de destrucción, del que sólo resultó un parcial desgarro, del libro y del alma, decidió extrañarlo entre los estantes menos frecuentados de la vieja librería.

Pasaron los años y, con ellos, los motivos que le habían llevado a enterrar todavía en vida el íntimo cuaderno de sus desvaríos. Un día en que se hablaba de la poesía de Juan Ramón, recordó unos versos breves que él mismo había escrito intentando condensar el sentimiento en arcanas palabras que pretendían ser la cosa misma, en diminutas estrofas que se le antojaban suspiros leves de transparencia tan real como invisible. Quiso entonces buscar el cuaderno depurado pero todo fue en vano; si no lo había vuelto a ver después de que tomara la decisión de desterrarlo, a pesar de las mudanzas que entre tanto habían tenido lugar, tampoco ahora había sido capaz de orientarse entre los evanescentes recuerdos de su contradictoria ubicación. No iba a estar desde luego entre los de poesía pero su búsqueda entre ellos le permitió encontrar la Versión Celeste de Larrea, que tampoco había vuelto a recordar, o el Teatro de Operaciones de Sarrión, que creía irremisiblemente perdido en alguna tertulia de poetas ávidos de materiales de culto o en algún traslado apresurado. Tampoco eran los anaqueles filosóficos los más adecuados pero en ellos se reencontró, si no con el cuaderno, sí con el ejemplar de  L’Existencialisme est un humanisme  cuyo origen nunca revelaría y con El Pensamiento Antiguo de Mondolfo, que tantos placeres le había proporcionado en su juventud. Buscó también entre el material de desecho pero, aparte del desagradable encuentro con El Azar y la Música de un tal Morales y el no menos desagradable con las Poesías Completas de Guerrín, no pudo hallar el cuaderno que ahora deseaba de manera obsesiva. Todo posterior intento de búsqueda fue vano y la obsesión dio nuevamente paso al olvido sin que en mucho tiempo se volviera a hablar del cuaderno.

Fue en París una tarde de verano de 2002 cuando, al ir a preguntar en Éditions du Rocher por la Anthologie de la poésie française à la première personne du singulier,  que quería utilizar al curso siguiente en sus lecciones de Literatura Universal, vio en el escaparate un pequeño volumen encuadernado en corcho cuyo aspecto y  cuyo título, -Le cahier brisé-,  le produjo un sobresalto extraño y mucho más el nombre de su autor: Pedro J. Garcés, aquel alumno cabezón, bizco y medio tonto al que un día, años atrás, había encontrado escarbando en su biblioteca tras haberse presentado en su casa en su ausencia y haberle franqueado la entrada la que fuera su mujer por creer que el profesor lo había citado allí. Adujo el desventajado alumno que sólo había ido a despedirse ante su inminente marcha a Francia motivada por una comisión de servicios de su padre, funcionario de exteriores, en la UNESCO. Agradeció cortésmente el profesor el detalle y de Pedro J. nunca más se supo... hasta ese momento. Entró atropelladamente en la librería y pidió el Cahier. Allí estaban, allí estaban retraducidos los poemas de Tristan Klingsor y los de Catulo y el soneto que comenzaba “Déjame, te suplico amor, la noche” convertido en “Laisse moi, s’il te plaît amour, cette nuit” y el poemita juanramoniano y tantas palabras que tanto dolor le habían causado, y el origen de su ruptura matrimonial, y sus platónicos amores prohibidos y su crónica nausea existencial. Todo, todo exhibido en una repugnante traducción precedida de una no menos repugnante justificación del repugnante,  apócrifo, fementido y desventajado alumno. Lloró de rabia el profesor, pidió al librero noticia del autor del Cahier y, con un ejemplar en el bolsillo, salió de Editions du Rocher. No se sabe a dónde se dirigió ni a que dedicó el resto de la tarde, sólo que por la noche y junto a un cuaderno de corcho, el cadáver del hijo de un funcionario de la UNESCO  flotaba en el Sena.
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sábado, 3 de marzo de 2012

Praga (25/02/2012)

La memoria fragmentada

    CALLE DE LA LUNA
     (FRAGMENTO DE MEMORIA 4)

     La casa patricia de la Calle de la Estrella tenía detrás los corrales, caballerizas, vivienda de la servidumbre y salida de carruajes por callejón compartido con otras viviendas de la Calle Albarderos. Todas estas dependencias, callejón incluido, daban a la Calle de la Luna, frontera, por el norte, del Alto de la Villa, de tal manera que mientras que en su acera sur no había aún casas de tolerancia, en la de enfrente ya se situaban lupanares tan importantes como el Copacabana.


     El solar no era, sin embargo, regular, y entre la casa grande y la del servicio se incrustaban otras viviendas bajas, primeras de la Calle de la Luna que, donde aquellas terminaban, hacían una considerable explanada cuyo fondo alojaba las portadas, -"portás"-, del callejón y la entrada a la casa de Mila, -"ca la Mila"-.

     La Mila era prima hermana de mi madre, pues la suya y el padre de la Mila eran hermanos. Mi abuela era de Tobarra y, casi con toda seguridad, debió de llegar a Albacete para servir en casa de mi bisabuela Patrocinio. Mi abuelo, el señorito Luis, se encaprichó de la tobarreña, buena moza catorce años más joven que él, que ya tenía treinta y cuatro cuando decidió abandonar la soltería aunque en contra de su madre, de su hermano mayor, casado con la hija de un notario, y de su hermana Rosa, soltera y dama de compañía de mamá. La abuela María, que para sus sobrinos, los nietos del notario, era simplemente "la María", trajo a su vez de Tobarra, para servir, a su sobrina Milagros, que pasó inmediatamente a ser "la Mila" mientras que para ella los primos hermanos de su prima hermana, mi madre, eran el señorito Andrés y el señorito Miguel. Corolario explicativo: mi madre, y yo por ende, tenía una familia de señoritos por rama paterna y una familia de siervos por rama materna. A los primeros se les llama tíos mientras que a los segundos simplemente se les coloca el artículo delante de su nombre o de su hipocorístico. De ahí resultan "la Mila", nunca la tía Milagros, o "Pepe el de la Mila", nunca el tío José. A su vez, resultan inconcebibles "el Andrés" o "Consuelo la del Andrés" pues son el tío Andrés y la tía Consuelo. Mi madre, bautizada con el nombre de su abuela, era, primero, la señorita Patrito, luego, la señorita Patro, y, finalmente doña Patro.


     Tenía, y tiene, la Mila, dos hijos de edades parejas a la mía. El mayor, mi primo Pepe, "Pepito el de la Mila", de la misma quinta que yo, y el menor, mi primo Antonio, "Antoñico el de la Mila", unos años más pequeño que yo. Yo les tenía verdadera afición, pues se la tenía a su madre, y me encantaba visitarlos en la Calle de la Luna, donde carecían de toda comodidad pero donde gozaban de una libertad y de un contacto con lo más rural de nuestra ciudad que resultaba casi exótico para un "señorito". Ello me permitió, y bien sabe Dios que lo agradezco, conocer un mundo que, dentro de Albacete, estaba vedado a los niños acomodados, y además, desarrollar un ánimo contrario a la injusticia, aprendido de mi madre, que nunca me ha abandonado. En casa de Pepe y de Antonio se criaban gallinas y cerdos para el consumo propio o por cuenta ajena, y por diciembre se hacía el "mataero", la matanza del cerdo, a una de las cuales asistí un año en que la Mila había criado uno para mis padres. El matarife era el marido de la Teresa, hermana de Pepe el de la Mila, que también tenía otra hermana, la Hilaria, madre del Hilario y del Mauricio, que vivían en una de las casitas incrustradas en el solar de la casa grande. José Antonio y la Teresa vivían en el piso cuya planta ocupaban mis primos.

     Se entraba a casa de la Mila a través de un patio que alojaba a la izquierda un retrete y la entrada al corral de las gallinas, que con frecuencia invadían el patio, y de las cochineras; a la derecha la escalera de madera que conducía al piso de la Teresa. Al fondo del patio se encontraba la entrada a la casa propiamente dicha. Yo veía hacer a la Mila el amasado para los gorrinos, cuya base eran las mondas de las patatas, y que les era servido en la "tornaja", palabra que no aparece en el diccionario de la R.A.E. aunque sí "dornajo" con idéntico significado.

    
            Avisado me tenía la Mila de que los gorrinos mordían, por lo que yo prefería la contemplación a distancia. Y a distancia vi cómo lo engañaban el día de la matanza haciéndole seguir inútilmente una tornaja vacía que había de llevarlo, para empezar, al lugar donde sería pesado con romana antigua y ante testigos que certificaran las catorce arrobas convenidas, y, después, a la mesa de matanza adecuadamente ubicada en el patio.

     Por el método que dicho queda se sacaba al cerdo de las cochineras del corral, se le hacía atravesar el patio y, ya en la calle de la Luna, se le conducía hasta las portadas del callejón cuyas puertas abiertas permitían echar una maroma por encima del dintel; se ataba de uno de los cabos la romana de la que colgaba el cerdo mediante un arnés, también dispuesto con cuerdas, mientras que del otro cabo hacían contrapeso los hombres hasta elevar al animal a altura tal que la romana quedara a la de los ojos del perito pesador. Se abre a partir de aquí un paréntesis visual, aunque no auditivo, -espeluznantes los gruñidos del marrano-, que sólo vuelve a abrirse cuando las mujeres ya están cociendo vísceras en enormes calderos bien dispuestos sobre sus trébedes y alimentados por el fuego de los sarmientos, o embuchando morcillas en tripas receptoras de su contenido desde la máquina de picar sabiamente gobernada por dos mujeres, en el manubrio una, la otra en la espita, auxiliadas por la que con destreza realiza equidistantes nudos que convierten en ristra oreable la sangre embutida.

     Día de fiesta el día de la matanza, día de torreznos y "ajomataero", día de frío en la explanada de la calle de la Luna que durante los veranos se convertía en plaza de toros en la que los chiquillos nos convertíamos en diestros diestros o en diestros toros que toreábamos o éramos toreados de salón en uno de los juegos más excitantes y más habituales de mi infancia. Tal vez alguno de los hijos de la Hilaria había ido más allá del juego pues de su casa procedían las auténticas astas de toro que manejaba el niño-res, y si jugar al toro era fácil en lo que a los trastos hacía, -trapos y palos-, ya no resultaba tan habitual, -en términos taurológicos,-  el contar con unos cuernos de verdad. El caso es que en aquella pandilla de la calle de la Luna no había nadie que a los siete años, como mucho, no conociera ya toda suerte de suertes tauromáquicas o no dominara cual académico el argot de la religión táurica, tan complicado al menos como el latín litúrgico y preconciliar.

     Otros mil juegos callejeros llenaban nuestro ocio, apareciendo y desapareciendo anualmente como si de las estaciones se tratara, pues ha de saberse que no todos los meses eran adecuados al gua o al zompo, como tenían su temporada la lima, la firolesa, el churro, las cruces o rescate y un largo etcétera que, en la mayor parte de los casos, no requerían otra cosa que imaginación y buena salud, la riqueza más preciada en una época en la que el estar delgado o carecer de fortaleza física daba mala, pero que muy mala, espina.

     Vive hoy la Mila en piso de su propiedad, en el que junto a Pepe el de la Mila disfruta moderadamente de la sociedad del bienestar que ellos sí notaron. Pepito tiene negocio propio tras treinta años de trabajo por cuenta ajena. Antoñico se llama ahora Tony pues emigró a los Estados Unidos, donde ya estaban la Roja, hermana de la Mila, su marido y su hija, con la que Antoñico/Tony se casó y de la que ha tenido dos hijos/sobrinos. De vez en cuando viene de visita a Albacete.
Hace unos años, al pasar por la Plaza Mayor, todavía me paraba a la altura de "Los Corales", -única referencia posible-, y miraba hacia Villacerrada intentando colocar cada fantasma en su sitio. Si la memoria espacio-temporal no me falla, la Calle de la Luna debe de estar ahora en el mismísimo centro de la Plaza de la Mancha, donde, en verano, otros chiquillos siguen jugando en la calle a juegos tan distintos de aquellos como el propio perfil de hormigón y ladrillo cara vista que desde mil ventanas los vigila.


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